Cuentan que en cierta ocasión paseaban El Beni y El Cojo Peroche por la Plaza de San Antonio de Cádiz cuando toparon casualmente con la casa donde vivió el ilustre poeta gaditano José María Pemán. El Cojo Peroche se detuvo un momento a leer la placa conmemorativa que lucía en su fachada y, con gesto pensativo, exclamó dirigiéndose a su amigo:
- En esta casa vivió Pemán ¡Qué gran poeta! También nosotros, dentro de lo que cabe, también tenemos alguna fama y reconocimiento en Cádiz. ¿Qué crees tú que pondrán en la fachada de nuestra casa cuando nosotros faltemos, Beni?
El Beni quedó un momento en silencio, entornó los ojos y, haciendo el gesto de descorrer una imaginada cortinilla en la fachada, dijo:
- Se vende.
Más allá de su intrínseca gracia gaditana, esta anécdota pone de manifiesto el destino de tantos personajes que, aun habiendo realizado grandes cosas, en su humilde condición de gente del pueblo,  acaban en la fosa común de los olvidados, sin que nadie, más allá de un par de generaciones de familiares, honre su valía.
Pero la historia no la hacen sólo los personajes célebres que aparecen en los libros de texto y en las enciclopedias. La historia la construye el pueblo, la gente sencilla y humilde que, como decía Machado, “viven, laboran, pasan y sueñan, y en un día como tantos descansan bajo la tierra”. A ellos, precisamente, va dedicado este libro.
Lo que aquí se canta, es un homenaje a los desheredados de la historia, a los héroes anónimos de Guillena, a aquellos ilustres vecinos de un pasado que, aunque reciente, ya comienza a empañarse por las brumas del tiempo y la memoria. Es un trozo de la historia  de las gentes sin Historia, un ramillete de esos primorosos capítulos, que subyacen debajo de las historiografías oficiales, y que los paisanos más mayores nos han contado en narraciones orales, prolongados, o recortados, a través del voltario prisma de la palabra y de la memoria.
Por eso, este no es un libro de historia, sino de memoria; de la memoria invertebrada, nebulosa y lírica del pueblo. No hay ninguna pretensión historicista en el empeño. Ni siquiera se ofrecen fechas o datos cronológicos sobre lo que se canta. La única pretensión es conservar (scripta manet, que decía Horacio) la palabra vivida.
Tampoco, por deseo expreso del autor, se aportan demasiados datos sobre  nombres propios, ya sean de personajes o de lugares. El objetivo es, precisamente, fomentar la comunicación intergeneracional, fundamento de este libro de poemas. “El que quiera conocer más, que pregunte a sus mayores, que escarde la memoria”.
Y es que la memoria, como la escarcha a la flor, a veces nos apuñala con un hielo feroz, que cala hasta marchitarnos. Pero, también como la escarcha, la memoria nos viste, nos alimenta y nos hace resplandecer.
Al fin y al cabo, somos memoria. El pasado no existe porque no está. El futuro tampoco, porque aún no está. Y el presente se va esfumando en cada gesto, cada palabra, o cada aliento. Lo único que nos queda es esa estela de recuerdos que, como el halo de una vela encendida, va también apagándose a medida que nos acompaña en nuestro recorrido.
Guillena, vislumbrada en las nieblas del olvido, confundida entre recuerdos y sueños, legendaria como Macondo o Comala, engendra el espacio vital de este  poemario. Pero este es no es un libro sobre Guillena, sino sobre cualquier pueblo, sobre la gente, sobre las miserias y las esperanzas de los seres humanos, sobre todos y sobre cada uno.
Miguel Gómez Serrano firma la obra, pero la voz es colectiva. Muchos han sido los que han contado sus propias vivencias o las de sus antepasados, con la voz temblorosa y la mirada acuosa de nostalgias. Muchos han escardado entre sus recuerdos para entregarnos un trozo de vida. Este libro también es suyo, y de los suyos.
Ha sido un arduo trabajo de campo, de un poeta del campo, que, no con vocación de investigador, sino con la avidez de un poeta curioso, ha sabido disfrutar la savia de la palabra sabia de los mayores.
Cuando este libro comenzaba a gestarse, un siglo, un milenio y, para muchos, toda una era agonizaban.  Despedíamos el siglo de las guerras más crueles, de los genocidios, de las dictaduras; inútiles ríos de sangre; tempestades de hambre y dolor, que aún perduran. Pero también el siglo del progreso vertiginoso, de los avances médicos, de las comunicaciones globales, de las mejoras laborales y sociales...
Hace apenas treinta años, todo el mundo cabía en Guillena. Para la mayoría, el horizonte se hallaba a un tiro de piedra. Un viaje a la capital era un acontecimiento extraordinario, y muchos de nuestros vecinos nunca llegaron a conocer el mar. Hoy vivimos en una aldea global. Somos paisanos de un planeta menguado por Internet, la telefonía, la televisión, el avión o la odisea espacial. Y queramos o no, ese vértigo tecnológico nos va abduciendo, nos encierra en una esfera común y uniformada; nos va borrando la identidad, los colores, las costumbres, hasta las palabras... Hace treinta años, en Guillena nadie tomaba el autobús, sino el viajero, tampoco había farmacias, sino boticas.
Pero es así, el progreso es inevitable y hereditario, fecundo y demoledor, ingrato y necesario. 
No es la prentensión de este libro nadar contra corriente, pero sí rescatar sentimientos. Porque antes, las heridas sangraban rojas, calientes y reales, hoy todo es virtual. La era de la mentira, la llama Saramago. Hoy la gran máquina económica mueve el mundo. Todo es consumible, fungible, efímero. No sólo los productos, también los sentimientos, los paisanos y los dioses.

                                                                                                                                                                                                    Prólogo de
Antonio José Romero Rodríguez